El sexo fue “inventado” por Dios. El propósito principal por el cual Él lo creó fue para procrear: “Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra (…)” (Génesis 1.28). Este fue el propósito principal. De no ser así, ni tú ni yo estaríamos en el planeta. A través del sexo es que la raza humana pudo y puede aún multiplicarse.
Pero, en su omnisciencia, Dios sabía que sería una “tarea” tediosa tener sexo solo para multiplicarse. Y, en su bondad, añadió un ingrediente para que procrear no fuera solo un deber, sino también un placer. Y por eso permitió que el sexo sea también para producir y obtener placer mutuo entre las parejas: “Y alégrate con la mujer de tu juventud, como cierva amada y graciosa gacela. Sus caricias te satisfagan en todo tiempo, y en su amor recréate siempre” (Pr. 5. 18b-19).
Ahora bien, este placer no quedó limitado solo al acto de procrear. ¿Te imaginas si cada vez que las parejas desearan tener sexo existiera la obligación y la responsabilidad de tener hijos? No muchos se casarían, por lo menos en la actualidad. Por eso el “invento” de Dios no está limitado a la procreación.
No obstante, este placer no nos ha sido otorgado para experimentarlo sin ningún compromiso. Es decir, no es solo para excitarse y tener un orgasmo o clímax. Este placer Dios lo diseñó para cultivar y fomentar intimidad entre las parejas casadas: “pero a causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido. El marido cumpla con la mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con el marido. La mujer no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración; y volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia” (1Co. 7. 2-5).
Parte del poder espiritual que el sexo tiene es el de unir, ligar o pegar entre sí las almas de las personas que lo practican: “Salió Dina la hija de Lea, la cual ésta había dado a luz a Jacob, a ver a las hijas del país. Y la vio Siquem hijo de Hamor heveo, príncipe de aquella tierra, y la tomó, y se acostó con ella, y la deshonró. Pero su alma se apegó a Dina la hija de Lea, y se enamoró de la joven, y habló al corazón de ella. Y habló Siquem a Hamor su padre, diciendo: Tómame por mujer a esta joven. Y Hamor habló con ellos, diciendo: El alma de mi hijo Siquem se ha apegado a vuestra hija; os ruego que se la deis por mujer” (Génesis 34. 1-4, 8).
Es por eso que Dios solo permite el sexo entre parejas casadas. Dios estableció el sexo dentro del marco del matrimonio. “Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios” (He. 13.4). Tener sexo fuera del matrimonio es violar los parámetros sagrados establecidos por Dios. El sexo es puro solamente cuando se practica dentro del matrimonio. Cada vez que la Biblia menciona la palabra inmundicia en relación al sexo, se está refiriendo a la fornicación y/o al adulterio, o a cualquier otra práctica que viola la pureza del sexo reservado para el matrimonio: “(…) han pecado, y no se han arrepentido de la inmundicia y fornicación y lascivia que han cometido” (2Co. 12.21). “Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia (…)” (Gá 5.19). “Pero fornicación y toda inmundicia, o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como conviene a santos” (Ef. 5.3).
Indiscutiblemente que la unidad íntima de una pareja comienza con el matrimonio, y no meramente con el acto sexual. Desde el principio Dios había dicho: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gn. 2.24). Pero es obvio que el sexo forma parte de esta unión. De no ser así, Dios no lo hubiera incluido.
Debe agregarse que el sexo tiene el poder de unir a las parejas aun fuera del vínculo del matrimonio. La diferencia entre el sexo marital y el sexo extramarital estriba en que en el primero, el esposo y la esposa se convierten en una sola carne bajo la bendición de Dios; mientras que en el segundo, las parejas se convierten en una sola carne bajo la maldición de Dios.
En ambos casos el acto sexual crea un vínculo, sea para bien o para mal. Esto depende de si este vínculo toma lugar en una relación con las condiciones correctas, basado en un compromiso de amor demostrado y comprobado por el compromiso del matrimonio, y una búsqueda de verdadera intimidad arraigada en una base de entrega y lealtad mutua.
El hecho de que el sexo ocupe un lugar importante en el matrimonio no significa que esté verdaderamente cumpliendo con el propósito de Dios de juntarlos y hacerlos una sola carne. Aunque el vínculo inicial que conlleva a convertir a una relación en una sola carne puede formarse durante el primer encuentro sexual que una pareja tenga, la plenitud de lo que Dios quiere hacer en lo relacionado a una sola carne toma tiempo. Tienen que convertirse en una sola carne. Y esto, como se dijo, viene como consecuencia del compromiso de entrega y lealtad que se hizo (y que se observa) durante el matrimonio.
Una prueba indubitable que puede demostrar que el sexo puede convertir a una pareja en una sola carne es el acto de la concepción, el embarazo de una mujer y el nacimiento de un bebé. Tómese en cuenta que esta criatura se forma en el vientre de la madre como consecuencia de la unión entre el espermatozoide del hombre y el óvulo de la mujer. Y de esta unión surge un ser que porta los genes de ambos padres. Es tanto así, que el bebé no solo puede heredar los rasgos físicos de sus progenitores, pero también las enfermedades y defectos congénitos. Hasta este nivel llega el alcance del sexo.
Debido a la capacidad que el sexo tiene de unir a las personas entre sí, el sexo, además, tiene el poder espiritual de transmitir los pecados, las adicciones, las contaminaciones e inmundicias, y hasta las ataduras o esclavitudes espirituales de una persona a otra.
El apóstol Pablo nos arroja más iluminación para entender mejor este concepto. En 1Co. 6.16 él escribió: “¿O no sabéis que el que se une con una ramera, es un cuerpo con ella? Porque dice: Los dos serán una sola carne.”
Nótese claramente como la unión sexual tiene la implicación de convertirnos en una sola carne aun cuando nosotros no tengamos la intención de llegar a ese fin. Como es el caso del que Pablo habla, en donde el individuo que se acuesta con una ramera buscando solamente satisfacer sus deseos sexuales, es vinculado, a través del acto sexual, con la práctica de esa mujer y con lo que ella es. Es decir, el sexo que tuvo lo convierte en participante de todas las fornicaciones de las que la ramera participó, y traspasa todas las contaminaciones de la ramera hacia él. Es como si éste sujeto hubiera fornicado con todos los hombres con los que la ramera fornicó. Realmente, en términos espirituales, esto, literalmente, es así.
Este concepto es válido inclusive en la ciencia médica, y desde un ángulo meramente físico. Enfermedades como la sífilis, la gonorrea, el HIV son transmitidas por la unión sexual. De la misma manera, como Pablo dice, los pecados y la basura espiritual de una persona puede ser transmitida “espiritualmente” a otra persona a través de la unión sexual.
La ciencia médica también advierte de los efectos —a largo alcance— que puede tener el sexo, de cómo una persona puede desarrollar HIV hasta cinco o diez años después de haberlo practicado con otra que haya sido portadora del virus. Hay también registros médicos de mujeres con cáncer cervical por practicar sexo con múltiples parejas sin protección —cómo el semen de diferentes hombres puede causar este mal.
De la misma manera, el sexo —practicado fuera de la voluntad de Dios— puede causar enfermedades de carácter espiritual. Como el ejemplo de la ramera que el apóstol Pablo presenta.
Empero, este otro o segundo poder espiritual que el sexo tiene no se limita a funcionar solamente entre personas que fornican y adulteran. Aun entre personas casadas puede surtir el mismo efecto, puesto que no solamente se trata de tener relaciones extramaritales, sino, además, de tener relaciones sexuales con la persona equivocada. Por eso la Biblia nos advierte acerca del yugo desigual: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?” (2 Co. 6.14-15).
Un cristiano que se casa con un impío se expone a experimentar este tipo de contaminación. No obstante, una persona que estando casada se convierte a Cristo, aunque su compañero(a) no se haya entregado a Dios, esta persona tiene el poder, otorgado por Dios, de evitar que las trabas o cadenas espirituales de su compañero(a) aún no cristiano(a) les sean transmitidas: “Y si una mujer tiene marido que no sea creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone. Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido; pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos” (1Co. 7.13-14).
El mero hecho de haberse entregado a Cristo crea un círculo de protección a favor del cónyuge creyente. No obstante, esto no quiere decir que el cónyuge incrédulo o los hijos no creyentes sean salvo; la salvación es individual y se adquiere por medio de la fe en la obra redentora de Cristo —no se traspasa de una persona a otra. Sino que Dios bendice el hogar, independientemente de los incrédulos que el él habiten, por causa del creyente que mora en él. “Hay bendiciones sobre la cabeza del justo” (Pr. 10.6a). “Por la bendición de los rectos la ciudad será engrandecida” (Pr. 11.11a). Parte de la bendición del justo es su protección espiritual: “mas líbranos del mal” (Mt. 6.9), “El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende” (Sal. 34.7), “Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro” (Sal. 91.4a); y a veces su protección física: “El te librará del lazo del cazador, de la peste destructora…Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará” (Sal. 91. 3, 7).
Por eso es sumamente importante tener cuidado con la clase de personas que dejamos entrar en nuestros corazones y en nuestros cuerpos. Ya que el sexo no es solamente un intercambio corporal, pero también un intercambio espiritual. Es una poderosa puerta que puede abrirse para darle entrada no únicamente a los pecados y a la contaminación de las otras personas, pero también a sus demonios, logrando que se alojen en tu templo (cuerpo), en tu hogar, en tu círculo familiar. Y de la misma manera que las tienen a ellas esclavizadas y destruidas, te esclavicen y te destruyan a ti también. Esta es la razón por la que muchas personas quedan adictas a otras, y a sus vicios. Las ataduras espirituales que obtuvieron por medio de las relaciones sexuales esclavizan sus almas y las mantienen atadas a esos hombres o mujeres, a los hombres o mujeres de la misma calaña, y a los espíritus de las tinieblas que los siguen a ellos/ellas.
Tanto así, que aun después de haber terminado con una relación enfermiza y destructiva, tales personas quedan y permanecen atormentadas espiritualmente. Las parejas se separan, pero los demonios que permitieron entrar —a través de una relación sexual— quedan habitando en sus contornos y en sus vidas.
Este también es el motivo por el que muchas personas atraen la misma clase de gente a sus vidas después de haber salido de una relación disfuncional. Es por causa de ese demonio conocido (pues ya sabe quiénes son ellos/ellas) que la pareja o el cónyuge anterior les dejó.
septiembre 29, 2015
Posted by Pablo Collazo - Administrador |
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