Equipando La Mente

La Palabra de Dios… ¿¡Con Qué Se Puede Comparar!?

“Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón (…)”  (Jer. 15.16; Versión Reina-Valera 1960).

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Para el cristiano las Sagradas Escrituras son su sangre espiritual. Jesús dijo: «Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida» (Jn. 6. 63). La Biblia, nombre con el cual éstas son conocidas popularmente, es el único Escrito capaz de transformar radicalmente la vida y la mente de cualquier persona.

La filosofía humana, por más hermosa que parezca, no puede surtir semejante efecto. Aun los filósofos que dictaron sus adagios todavía famosos, no vivieron al mismo nivel de sus máximas. La moralidad fue tema exclusivo de la filosofía de Sócrates, pese a que practicaba la fornicación. El gran discípulo de Sócrates, Platón, enaltecido como un ejemplar perfecto de virtud, enseñó que era honroso mentir. Un modelo tan brillante de la excelencia pagana, Seneca, recomendó el suicidio, algo que él mismo finalmente efectuó.

Por otro lado, hombres como Samuel, Daniel, Pablo, Juan, entre otros, no sólo fueron portadores de las enseñanzas poderosas y transformadoras de la Palabra de Dios, pero también experimentaron susodicha transformación. Sus vidas fueron ejemplares, libros abiertos en los que se podían ver y apreciar el efecto que tiene la Palabra de Dios.

El efecto transformador que tiene las Sagradas Escrituras no estuvo limitado solamente a una época o para un grupo de personas exclusivamente. Dicho efecto aún está vigente. La Palabra de Dios todavía cambia vidas, y trabaja de la misma manera, nos cambia y nos transforma para llegar a ser todo lo que Dios quiere que seamos, y para lograr conseguir todo lo que Él quiere que consigamos. El Dios que nos la dio es el mismo ayer, hoy, y por los siglos (He 13.8), y también lo es Su Palabra, que permanece para siempre (Is. 40.8; 1P. 1.23, 25).

Si aún no has experimentado este efecto transformador, te invito a que, mientras lees este artículo, abras tu mente y tu corazón al mensaje que aquí expongo acerca de la Palabra de Dios, y a que permitas que Su poder, y el de Su Palabra, transformen para siempre tu vida.

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Los Escritores de la Biblia —como también muchos de los personajes acerca de los cuales ellos mismos escribieron— emplearon (siendo inspirados y dirigidos por el Espíritu Santo), en el momento de escribir y/o transmitir su mensaje, lo que la hermenéutica reconoce como Figuras Retóricas.

Este lenguaje figurado, como también se le conoce, consiste en usar palabras con un sentido distinto del propio, con el fin de enseñar algún principio de carácter espiritual, ético o moral que se debe aprender y que se tiene que aplicar en la vida, y en el diario vivir.

Una de esas figuras es la metáfora, en la que se busca y se utiliza alguna semejanza que exista entre dos objetos o hechos, para caracterizar el uno con lo que es propio del otro.

Por ejemplo, Cristo dijo que Él es la vid verdadera. La vid comunica vida a los pámpanos para que lleven uvas. Cristo comunica vida y fuerza a los creyentes para que lleven frutos del cristianismo. Cristo, además dijo ser la puerta, el camino, el pan vivo. De los creyentes dijo que son la luz, la sal. Y estos son sólo algunos ejemplos de lo que es una metáfora.

Con este conocimiento en mente, podemos ahora proceder a descubrir e investigar lo que es la Palabra de Dios, y con lo que los escritores de la Biblia la comparan.

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La Palabra de Dios es como el agua, que limpia

“¿Con qué limpiará el joven su camino?
Con guardar tu palabra.”

“Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré.”

“(…) Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella,
para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra.”

(Sal. 119.9; Ez. 36.25; Ef. 5.26),

y quita la sed

“A todos los sedientos: Venid a las aguas (…).”

“He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré (…), no (…) sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová.”

(Is. 55.1; Amós 8.11).

El Espíritu Santo y la Palabra de Dios son los responsables de efectuar el nuevo nacimiento en el alma perdida (Jn. 3.5; Tit. 3.3-7; Stg. 1.18; 1P. 1.23; Ef. 4.25-27). El Espíritu Santo aplica el poder regenerador de la Palabra (2 Ts. 2.13), e imparte vida al alma muerta en delitos y pecados (Ef. 2.1, 5). Ambos, el Espíritu Santo y la Palabra de Dios, son comparados con agua (Juan 3.5; 7.38 -39).

Así como el agua limpia lo sucio, la Palabra de Dios limpia la conciencia, el alma y el espíritu (Sal. 119.9; Jn. 15.3; 17.17; Ef. 5.26) de aquellos que le entregan sus vidas al Autor del Sagrado Libro y reciben Su Palabra (1Ts. 2.13).

El pecado ensucia lo mismo el interior como el exterior del individuo que lo practica y es su esclavo. Contamina tanto su cuerpo como su espíritu (2 Co. 7.1).

La Biblia menciona tres elementos que actúan como detergentes espirituales para limpiar, quitar y borrar la mancha del pecado y anular su efecto:

1) la sangre de Cristo (1Jn. 1.7; Ap. 1.5; 7.14)

2) el Espíritu Santo (1Co.  6. 11)

3) la Palabra de Dios (Jn. 15.3; 17.17)

Los tres trabajan conjuntamente, pero, también, cada uno se especializa en un área distinta en relación a combatir el pecado.

1) La sangre de Cristo obra radicalmente el día que el Espíritu Santo, conjuntamente con la Palabra de Dios, efectúa el nuevo nacimiento (Jn. 3.5). Y lo que hace es que rompe (pudre) el yugo (1Jn. 3.5, 8) que ata al hombre como esclavo del pecado (Ro. 6.16; 2P. 2.19). Lo liberta de su poder (Ro. 6.6, 12-14, 18, 20, 22) y lo limpia de su culpabilidad (He. 9.14; Ro. 3.22-26; Hch. 13.38-39; Ro. 8.33-34; 5.8-9; 3.24; 5.1; 4.6-8, 24-25), haciéndolo libre de su esclavitud así como de su contaminación.

2) El Espíritu Santo surte el nuevo nacimiento aplicando el poder resucitador de la Palabra de Dios (Stg. 1.18) y el poder libertador y purificador  de la sangre de Cristo (1Co. 6.11), y nos limpia con Su presencia (Tito 3.3-6), morando en nosotros. El Espíritu Santo mora en vasos limpios. Él nos santifica y nos redarguye de pecado para evitar que nuestras conciencias se cautericen, y para señalarnos lo malo que hemos hecho, y llevarnos delante de Dios arrepentidos.

3) La Palabra de Dios nos resucita, y nos limpia radicalmente del pecado. Pero, como estamos en un cuerpo que aún no ha sido redimido o transformado (Ro. 8.23), y estamos expuestos  a nuestra propia concupiscencia (Stg. 1.13-15), a veces pecamos (1Jn. 1.8-10; Stg. 3.2), y nos ensuciamos parcialmente (Jn. 13.10).

La Palabra de Dios es semejante al agua que Jesús uso para lavar los pies de los discípulos; nos lava de aquellos errores, faltas, caídas —pecados con los que regularmente ofendemos a Dios y a nuestros semejantes. Cada vez que abrimos las páginas del Sagrado Libro encontramos esas amonestaciones que nos redarguyen y nos ordenan a corregir nuestra conducta, nuestras actitudes hacia Dios y hacia los demás. Y la Palabra, una vez leída y aceptada, trabaja como el agua, lava la suciedad del alma y de la conciencia. ¡Qué hermoso es tener un Libro que surte semejante efecto!

La Palabra de Dios es también como un refrigerio, refresca el alma cansada y sedienta (Amós 8.11).

Así se encontraba la mujer samaritana, cansada de buscar amor, adulterando una y otra vez, sin encontrar el cariño que calmara su sed de ser amada. Hasta que se encontró con Jesús, quien le ofreció de Su agua (Jn. 4.10), de aquella que salta para vida eterna (vrss. 13-14). Las palabras que el Señor le habló fue el refrigerio que satisfizo su sed de amor.

¿¡Quién no se ha sentido así, y ha abierto la Biblia para encontrar Palabra que ha traído consuelo, fortaleza, gozo, paz, amor!? Su Palabra ha sido aguas en el desierto, y torrentes en la soledad (Is. 35.6b; 41.18; 43.19b).

Esta agua es gratuita (Is. 55.1-3; Ap. 21.6; 22.17). Solo hay que venir a Jesús, creer en Él y entregarle nuestras vidas; y Él nos dará de esa agua, que es la Palabra de Dios.

De una misma fuente fluyen dos corrientes. Las palabras del Señor fueron como agua para la samaritana (Jn. 4.7-40). Pero en esa palabra hablada por Jesús, también hubo una oferta para esta mujer y para todos los que están sedientos: el don de Dios (v. 10). ¿Cuál es el don de Dios? Jesús mismo lo explica en Juan 7. 37-39. Es el Espíritu Santo, la promesa del Padre (Hch. 1. 4-5; 2.33; Lc. 24.49; Jn. 14.16), que recibirían los que creyesen en Él (Ef. 1.13).

Al comienzo de este artículo dije que en la Escritura el agua se usaba como símbolo para ambos: la Palabra de Dios y el Espíritu Santo. Ambos regeneran (Tit. 3.5), causan el nuevo nacimiento (Jn. 3.5), y calman la sed (Amós 8.11; Jn 7.37-39). La mujer samaritana recibió la primera porción de agua: la palabra hablada de Jesús. Después, en el día de Pentecostés, recibiría la segunda porción: el Espíritu Santo (Hch. 2. 1-4); “pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Jn. 7.39b).

A nosotros se nos ofrece la fuente (Cristo) con las dos corrientes fluyendo: la Palabra de Dios y el Espíritu Santo. Solamente tenemos que aceptar la invitación del Señor: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Jn. 7.37b), y decirle como la mujer samaritana: “Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed (…)” (v.15).

(Este es un de mi mini-libro digital (eBook) La Palabra de Dios… ¿¡Con Qué Se Puede Comparar!?)

agosto 4, 2016 Posted by | Misceláneas | 2 comentarios