¡El nombre original de Eva era… Adán!
Aunque a primera instancia esta declaración pudiera sonar chocante, pues, estamos a costumbrados a reconocer a la mujer de Adán por el nombre de Eva, podemos encontrar en la Biblia que este no era su nombre original. Ella tuvo tres nombres: dos puestos por Adán y uno que Dios le puso. Eva es el nombre que Adán le puso cuando ella se convirtió en madre. Esto lo podemos ver en Génesis 3.20:
«Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes».
Pero el primer nombre que él le había puesto era Varona. Esto lo encontramos en el capítulo dos y en el verso veintitrés del mismo libro:
«Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada».
¿Por qué Varona?
Para entender el porqué Adán le llamó Varona a su mujer, tenemos que retroceder un poco al origen de la Creación y averiguar cuál fue el nombre que Dios le había puesto a Eva —y porqué— ya que de ahí depende su explicación.
Entonces, ¿cuál fue el nombre que Dios le había puesto originalmente a Eva? Pues, sencillamente… Adán. Génesis 5.2 dice:
«Varón y hembra los creó; y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán, el día en que fueron creados».
—Dios les puso el mismo nombre a ambos: Adán.
¿Y por qué puso Dios a la mujer el mismo nombre que el del hombre? La razón es obvia: Dios la había creado de la costilla de Adán, por tanto, los dos eran una sola carne. Aparentemente la mujer sería una extensión del hombre; véase lo que dice Génesis 1:27-28:
«Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra».
Y tal parece que Adán lo había entendido, pues vea como él se expresa en Genesis 2:23-24:
«Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne».
Fue Adán quien le cambió el nombre a la mujer —de Adán a Varona— después que Dios la creó y se la trajo. De la misma manera que Dios le había permitido a Adán ponerles nombres a los animales, también le permitió ponerle —o cambiarle el— nombre a su mujer. Fue entonces que Adán le cambió el nombre a su esposa por Varona. Y la razón también es obvia: Adán, no obstante reconocer que su mujer había sido extraída (o creada) de su cuerpo (los dos eran una sola carne), supo entender la diferencia de género y la quiso establecer. Esto es: quería diferenciar entre el Adán macho y el Adán hembra; de ahí el término Varona, pues, como él mismo dijo: «porque del varón fue tomada».
Él había comprendido que Dios había hecho y establecido una diferencia entre el hombre y la mujer. Y esta diferencia él la pudo percibir, distinguir y establecer dese el mismo momento en el que Dios le trajo a su mujer —pese el nombre que originalmente Dios había puesto a su esposa. Más adelante, luego de haber comenzado a procrear y a multiplicarse, Adán le cambió el nombre de Varona a Eva, como pudimos ver en Génesis 3:20.
Un dato interesante que aparece en este versículo es que el comentario acerca del cambio del segundo nombre que Adán hizo a su mujer, se encuentra después de haberse mencionado la caída de ambos, cuando todavía la mujer no había parido. Es decir, el escritor de Génesis adelantó lo del nuevo nombre que Adán le iría a poner a Eva una vez que ella diera a luz, pues, en el verso veinticuatro leemos que Dios había echado a ambos fuera del huerto, y es en el capítulo cuatro en donde se narra que Adán tuvo relaciones sexuales con su mujer, y esta dio a luz.
El Llamado Al Altar…
¿debe hacerse después del sermón?
En casi todas las iglesias cristianas es popular que después de haberse expuesto el sermón el predicador extienda un llamado en respuesta al tema en discusión. Esta práctica es moderna, es decir, no data de tiempos bíblicos. Según los registros históricos, predicadores como Charles Finney (August 29, 1792 – August 16, 1875), Dwight Moody (1837-1899) y Billy Sunday (1862-1935), entre otros, lo practicaban.
No obstante, Jesús ni los apóstoles hicieron un llamado al altar. De Jesucristo la Biblia dice: «Hablando él estas cosas, muchos creyeron en él» (Jn. 8.30). La gente creía simplemente al oír Su Palabra, sin necesidad de un llamado público. Otras veces creían a través de los milagros que Él hacía: «Estando en Jerusalén en la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía» (Jn. 2.23). Otros creían por el testimonio que otras personas daban de Él, como fue el caso de la mujer samaritana: «Y muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer, que daba testimonio diciendo: Me dijo todo lo que he hecho» (Jn. 4.39).
Y de Pedro, dice la Escritura que después de su discurso en el pórtico de Salomón: «(…) muchos de los que habían oído la palabra, creyeron» (Hch. 4.4). El libro de los Hechos también narra cómo, mientras aún Pedro predicaba en casa de Cornelio, «el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso» (10.44). Fíjese cómo no hubo necesidad ni siquiera de terminar el sermón, mucho menos de hacer un llamado.
Nótese que en ninguno de los casos mencionados —el de Jesús y el de Pedro— se hizo un llamado para confesar públicamente la fe.
Así como la Biblia no registra que Jesús ni los discípulos hayan hecho un llamado para confesar públicamente la fe, tampoco registra que Jesús ni ninguno de los discípulos hayan extendido un llamado a los ya creyentes practicantes para que confesaran sus pecados o sus crisis espirituales públicamente. El problema de este tipo de llamado al altar es que el predicador está asumiendo el papel que solo le corresponde a Dios, ya que al invitar a las personas a levantar las manos y/o pasar al frente, está obligándolas a revelar o hacer público su condición espiritual —algo que solamente le corresponde a Dios conocer. Es parecido a entrar en el confesionario (como es costumbre de la iglesia católica romana) y la persona declararle al sacerdote lo que ha hecho mal. Algunas confesiones han de hacerse públicas (como cuando alguien ha hecho daño a la iglesia en general), pero, generalmente, nuestras confesiones han de hacerse ante Dios, y en privado.
Para gente no creyente el llamado puede servir como directriz, ya que muchos no saben cuál es el próximo paso a seguir luego de haber escuchado un sermón que los haya compungido. Algo semejante sucedió durante la prédica de Juan el Bautista. La Escritura dice que: «Y la gente le preguntaba, diciendo: Entonces, ¿qué haremos?» A lo que Juan respondió con las instrucciones apropiadas para cada caso (Lc. 3.10-14). O como en el caso de Pablo y Silas, cuando estaban en la cárcel, y el carcelero, después de haberse dado cuenta de cómo Dios los libertó de las cadenas, preguntó: «Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?» (Hch. 16.30).
Empero hacer un llamado al altar para invitar a los cristianos a levantar sus manos y/o a pasar al altar con la intención de ajustar cuentas con Dios no es apropiado. Ningún predicador tiene el derecho de escudriñar PÚBLICAMENTE —a través del llamado— el corazón de las personas a quienes les predica su mensaje. Es la Palabra la que «discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (He. 4.12), y es el oyente el que debe tomar la decisión de alinear su corazón con el mensaje de la Palabra, y esto es un asunto privado entre él y Dios.
Lamentablemente el llamado al altar se presta para satisfacer el ego y el orgullo de muchos predicadores, ya que sirve (y también es usado) para medir el grado de impacto que haya causado el mensaje. A ningún predicador le compete conocer los resultados posteriores de su prédica; solo somos sembradores de la semilla de la Palabra de Dios, y solamente Él es Quien la hace germinar en los corazones, para vida eterna.
De hacerse un llamado al altar debería de ser en forma general. Esto es, el predicador debería de decir que él va a hacer una oración por aquellas personas que se han identificado con el contenido de la prédica, y, sin urgirles a levantar las manos o a pasar al altar, proceder a interceder por ellas.
En lo personal yo no acostumbro a responder a ningún llamado al altar. Y no lo hago como un acto de arrogancia de mi parte, sino que creo que mis decisiones han de ser evaluadas por Dios solamente, ya que es a Él a Quien tengo que rendir cuentas.
Sean todos bendecidos. Amén.
El Padre Nuestro No Es Tan Solo Una Oración, También Es Una Revelación.
—Una Sinopsis.
Parte 2
Mateo 6:
9 Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.
10 Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.
11 El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.
12 Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.
13 Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén.
Jesús no solo nos enseña a orar a través de este modelo de oración, sino que también nos revela grandes verdades espirituales. El Padre Nuestro es una oración que, además de acercarnos a Dios en busca de refugio, ayuda y consuelo, nos revela las profundidades de la sabiduría de Dios, Su poder, Su gloria, Su amor y Su carácter. Dios ha sido siempre exaltado. Dios sigue siendo exaltado. Dios será siempre exaltado.
8. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Dios es nuestro Sustentador, «Jehová-jireé». Él, usando distintos medios (el trabajo, por ejemplo, 2Ts. 3.10-12; entre otras cosas), nos suple de las cosas básicas (1Ti. 6.8: He.13.5) que necesitamos para subsistir en esta vida. Pero Dios no quiere solamente sustentar nuestros cuerpos; Él quiere alimentar el alma y el espíritu de cada uno de Sus hijos. El pan —o el alimento— que Dios nos da es:
►Su Hijo Jesús. «Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás. Yo soy el pan de vida. Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre» (Jn. 6.35, 48, 50a).
►Su Palabra. «Susténtame conforme a tu palabra, y viviré» (Sal. 119.116). «No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4.4b). «He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová» (Amós 8.11).
►Su Espíritu Santo. «Porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Ro. 14.17).
Este alimento lo tenemos que buscar y recibir de Él cada día.
9. Y perdónanos nuestras deudas. El pecado es una deuda. Por haberlo practicado le debemos a Dios justicia; un precio que no pudimos pagar por cuanto «todas nuestras justicias» son como trapos de inmundicia (Is. 64.6). El pecado se había convertido en nuestro amo. «Jesús les respondió: De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado» (Jn. 8.34). «Les prometen libertad, y son ellos mismos esclavos de corrupción. Porque el que es vencido por alguno es hecho esclavo del que lo venció» (2 P. 2.19). «¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?» (Ro. 6.16). Lo triste de esto es que, el pecado no nos había comprado para que fuésemos sus esclavos, sino que nosotros, voluntariamente, de forma gratuita, sin exigir ningún salario, nos habíamos entregado a él.
Sin embargo, el pecado fue tan generoso, que ofreció pagarnos un sueldo: la muerte: «Porque la paga del pecado es muerte» (Ro. 6.23a). Escapar de la esclavitud del pecado, de su poder, de su culpa y de sus funestas consecuencias, no estaba a nuestro alcance. «Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate» (Sal. 49. 6-7). Ningún esclavo puede pagar su propio rescate. «(Porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás), para que viva en adelante para siempre, y nunca vea corrupción» (vss. 8-9). Pero nuestro Padre Celestial decidió comprarnos y adquirirnos para Él nuevamente. Lo hizo a expensas de un precio muy alto: la vida de Su único y amado Hijo Jesús. Jesús pagó la deuda de nuestras culpas. Del pecado que cometimos contra Dios. «Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Co. 6.20). «Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, (…) con la sangre preciosa de Cristo» (1P. 1.18-19).
Ahora, y cada vez que pecamos, podemos venir ante el Padre en el nombre de Su Hijo y decirle a Dios: «Y perdónanos nuestras deudas», por cuanto ya Jesús pagó el precio.
10. Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Si Dios perdonó lo que le debíamos (esto es, justicia: hacer lo bueno y lo recto), nosotros también tenemos que perdonar a los que nos ofenden, a quienes nos deben justicia (un buen trato). Dios espera que, así como Él perdonó el pecado que habíamos cometido en contra de Él, y que nos alejó de Él; nosotros perdonemos a los que nos ofenden.
No podemos cobrarle a la gente el trato que nos deben, cuando Dios no nos cobró la justicia que le debíamos a Él. Tenemos que liberar de toda obligación (esto es lo que significa perdonar) a todo aquel que nos ha ofendido, que nos debe algo moral o espiritual. (Véase la parábola de los dos deudores, Mt. 18.23-35). Cuando perdonamos a nuestros ofensores nos pareceremos a Jesús.
La persona que no perdona los errores de los demás, asume una posición superior a Dios. Porque, si Él perdonó (y aún perdona) todos nuestros pecados, ¿quiénes somos para negarle el perdón a aquellos que nos ofenden? Lo de perdonar al hermano setenta veces siete (Mt. 18.21-22) no es tan impactante como lo que dice Lucas 17.3-4: «Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale.»
Punto interesante: ambos pasajes tratan acerca del perdón hacia el «hermano». No obstante, hemos sido llamados a estar en paz con todos los hombres, siempre y cuando nos sea posible: “sino que a paz nos llamó Dios” (1Co. 7.15). «Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres» (Ro. 12.18). Y una manera de estar en paz —con Dios, con uno mismo, y con nuestros semejantes, independientemente de que sean nuestros hermanos en la fe o no— es perdonando las faltas de quienes nos ofenden.
11. Y no nos metas en tentación. («No nos pongas a prueba» [Versión Popular]. No nos pruebes.)
Dios no tienta a nadie. Somos tentados de nuestra propia concupiscencia; de los deseos de nuestra propia carne. «Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte» (Stg. 1.13-15). El diablo lo sabe, y aprovecha y usa «todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida» (1Jn. 2.16), para seducir nuestra propia concupiscencia en un intento de despertar nuestra naturaleza caída y arrastrarnos al pecado.
Satanás es nuestro acusador, y Dios le concede permiso para atacarnos. Los ataques de Satanás pueden ser sensuales o no. Es decir, el diablo puede atacarnos (tentarnos) por medio de una seducción sensual (1 Co. 7.5) o también puede hacerlo a través de un daño físico (Job 2.7). Su intención siempre va acompañada de tentación. Y la tentación, sea cual sea, es para hacernos caer en su trampa, y así hacernos negar nuestra fidelidad a Dios.
Con esta suplica —y no nos metas en tentación— reconocemos ante Dios, y delante de nosotros mismos, que somos seres tan débiles y frágiles, que podemos fracasar en nuestro intento de serles fiel a Dios —si fuésemos probados. En otras palabras, le expresamos a Dios nuestro temor de quedar mal ante Él, de no pasar correctamente el examen o escrutinio de nuestra fidelidad hacia Él. Es una forma de reconocer nuestra insuficiencia y la dependencia total que de Él tenemos, pese a que sabemos que Él no nos desamparará ni nos negará Su ayuda.
12. Mas líbranos del mal. El inventor del mal es Satanás. Pedirle a Dios que nos libre del mal es pedirle que nos libre de su inventor, el diablo. Dependemos de Dios, de Su fuerza y de Su protección para vencerlo. Humanamente no disponemos de ninguna fuerza que nos capacite para pelear contra el mal hasta vencerlo. «Porque nadie será fuerte por su propia fuerza» (1S.2.9c). Nuestras fuerzas provienen de Dios. «Pues me ceñiste de fuerzas para la pelea» (Sal.18.39a). Para vencer el mal y a su inventor, tenemos que aplicar la fórmula de Santiago 4.7:
1) Someternos a Dios. No se puede vencer el mal viviendo una vida de desobediencia y rebeldía. Muchos citan lo que la segunda carta del apóstol Pablo dice a los corintios: «porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» (cp. 10. 4-5), pero lo hacen omitiendo el contexto —en este caso el versículo seis: «y estando prontos para castigar toda desobediencia, cuando vuestra obediencia sea perfecta.»
No podemos vencer al diablo hasta que hayamos aprendido a obedecer a Dios, hasta que hayamos madurado en la obediencia, hasta que nuestra obediencia sea perfecta o madura (este es el significado o aplicación de perfecta).
2) Resistir al diablo. Para esto se usa la armadura de Dios (Ef. 6.11-17). Esta armadura es para la defensiva y para la resistencia. El único elemento de la armadura que es para la defensiva y ofensiva es la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (vs. 17b), la Escritura; los demás elementos de la armadura son para defenderse. Se usa el conocimiento adquirido de la Palabra para defenderse de los ataques del maligno y para atacarlo a él; como hizo Jesús (Mt. 4.4, 7, 10: «Escrito está». Esta expresión demuestra que Jesús conocía la Escritura y la sabía usar para contrarrestar las tentaciones del diablo).
3) A esta fórmula debe agregarse lo indicado en Efesios 6.18, la oración en el Espíritu. Jesús dijo: «Velad y orad, para que no entréis en tentación» (Mt. 26.41).
Resultado: «Pero fiel es el Señor, que os afirmará y guardará del mal» (2Tes. 3.3).
13. Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria. La oración comienza santificando el nombre de Dios y concluye exaltándolo. Para esto emplea tres palabras: reino, poder y gloria.
1) Reino. Con respecto al reino, la Biblia dice: «Jehová Dios de nuestros padres, ¿no eres tú Dios en los cielos, y te tienes dominio sobre todos los reinos de las naciones? ¿no está en tu mano tal fuerza y poder, que no hay quien te resista?» (2 Cró. 20.6). «El séptimo ángel tocó la trompeta, y hubo grandes voces en el cielo, que decían: Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos» (Ap. 11.15).
2) Poder. En relación al poder, la Escritura dice: «Atribuid poder a Dios; sobre Israel es su magnificencia, y su poder está en los cielos» (Sal. 68.34).
3) Gloria. En cuanto a la gloria, la Palabra de Dios enseña: «Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas, sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos. Ahora pues, Dios nuestro, nosotros alabamos y loamos tu glorioso nombre» (1 Cró. 29.11-13).
14. Por todos los siglos. Amén. Finalmente, la expresión «por todos los siglos, amén» es lo mismo que decir: «porque tuyos (el reino, y el poder, y la gloria) han sido ayer, los son hoy, y los serán siempre».
—o—
Toda la oración del Señor gira en torno a la persona de Dios y a la relación que Él tiene con sus criaturas creadas. En la oración del Padre Nuestro podemos notar.
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Su Identidad: Padre
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Su Paternidad: Nuestro
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Su Morada: Que estás en los cielos
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Su Carácter: Santificado sea tu nombre
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Su Realeza: Venga tu reino
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Su Soberanía: Hágase tú voluntad, como en el cielo, así también en la tierra
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Su Provisión: El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy
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Su Misericordia: Y perdónanos nuestras deudas
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Su Ley: Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores
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Su Compasión: Y no nos metas en tentación
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Su Protección: Mas líbranos del mal
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Su Exaltación: Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos
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Su Perpetuidad: Amén
La oración principia mostrándonos la relación paternal que Dios tiene con nosotros. Continúa reconociendo la santidad y soberanía divina. Describe el cuidado amoroso que Él tiene de sus hijos. Expresa la misericordia con la que nos recibe y nos perdona. Declara sus demandas. Demuestra Su compasión, promete Su protección, y, finalmente, concluye exaltando Su Persona: el Soberano Dios, el Creador de los cielos y la tierra. El poderoso; el Eterno. El Rey de Reyes.
Es interesante observar cómo un Ser tan Grande y Supremo puede tener una relación tan paternal y amorosa con criaturas tan viles como lo somos todos nosotros. El Padre Nuestro revela el poder y la soberanía de Dios, pero también nos muestra el amor y el cuidado que Él tiene de nosotros.
El pobre de espíritu.
La Biblia contiene un pasaje que habla —de manera impactante— acerca del humilde, y del trato especial que Dios tiene hacia él. El texto es Isaías 66.2. La segunda parte del versículo dice: “pero miraré aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.”
Pobreza no es sinónimo de humildad, pero de escasez y necesidad; muchas veces de miseria. (En Hispanoamérica, el término humildad se usa también para indicar cierto grado de modestia social o de indigencia.) La pobreza tiene su origen en el pecado. Es una condición social que ha existido en todas las civilizaciones y ha prevalecido a través de las dispensaciones de los tiempos de la raza humana; y perdurará hasta que Cristo establezca Su gobierno milenario en la tierra. En lo que esto acontece, la pobreza cohabitará con nosotros, según lo dijo Jesús (Mt. 26.11; compárese con Dt. 15.11).
Se puede ser pobre y orgulloso a la vez (Pr. 13.7; 12.9). También hay pobres humildes. Hay ricos orgullosos e igual los hay humildes; esto último muy escasamente.
Un pobre es un individuo que siempre está necesitado. Apenas tiene los recursos para sufragar sus necesidades más básicas. Puede llegar al extremo de pedir, y hasta mendigar para solventar sus insuficiencias.
En el lenguaje bíblico existen dos clases de pobres:
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el espiritualmente pobre
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el pobre de espíritu o en espíritu
1. El primero es aquel que se siente satisfecho en (y con) el nivel espiritual que tiene o que ha alcanzado. Se cree espiritualmente saludable (o rico), a pesar de que en la realidad, la relación mediocre que tiene con Dios y con sus semejantes declara todo lo contrario. Un ejemplo que se puede citar, con la intención de entender mejor este punto, es el del cristiano que adora a Dios y aborrece a su hermano. La adoración que rinde a Dios lo hace ver o lo hace sentir a él, aparentemente, rico, pero en el fondo él es pobre. De esta clase de pobre espiritual habla Apocalipsis 3.15-18.
Nótese que la pobreza no es indicador de carencia total. Implica la posesión de algo, pero que no es lo suficiente como para vivir bien. De modo que, según vimos en Apocalipsis, el pobre espiritual no es el impío, sino el creyente que, teniendo un Jehová Yiré, vive en pobreza. No disfruta de la vida abundante que Jesús le ofrece. Se conforma con lo que ha conseguido y hasta donde ha llegado. Depende de sus propios medios y métodos, y los usa para subsistir —espiritualmente— y para conseguir lo que le falta. Semejante al hijo prodigo, se jacta de las riquezas y de los bienes de su Padre, y los reclama, para tan solo derrocharlos en sus intereses personales, y luego finalizar comiendo algarrobas.
2. El pobre de espíritu —o en espíritu, como lo dijo Jesús (Mt. 5.3; compárese con Stg. 2.5— es aquel que siente y tiene la necesidad de Dios, de Su continuo socorro, de Su presencia. Depende de Él cada día para mitigar su sed y saciar su hambre; sed de Dios y hambre de Su Palabra. Es un mendigo espiritual que vive postrado a los pies del Padre Celestial, suplicando que lo llene de Su Espíritu, de Su amor, de Su misericordia, de Su poder, y de todas esas cosas que solamente Él puede dar. Reconoce que la provisión que recibirá de Dios hoy, en este día, no será suficiente para mañana. No es que la provisión divina esté incompleta, o sea insuficientemente poderosa para cubrir las necesidades de una vez por todas. Más bien, que las misericordias de Dios son nuevas cada mañana (Lm. 3.22-24). Como el maná, que el Señor lo daba diariamente fresco (Ex. 16.4, 16, 19), no sea que saciándose el pueblo, se olvidara luego de Él (Pr. 30.8-9); otra razón por la cual Dios no procura saciar el hambre espiritual de una vez por todas.
Al Señor no le ha placido suplir todas las necesidades de una sola vez porque cada día trae su propio afán (Mt. 6.31, 34), y el afán de cada día puede ser diferente. Por eso el pobre de espíritu acude a Él cada día, por cuanto no puede satisfacer las necesidades de su pobreza con la misericordia de la mañana anterior. Sino que, al igual que Abraham, quien creyó en esperanza contra esperanza (Ro. 4.18, es decir, una esperanza nueva o reciente de que Dios cumpliría lo que le había prometido reemplazaba la esperanza anterior, la cual estaba a punto de desvanecerse), el pobre de espíritu busca y recibe de Dios lo que necesita cada día, un día a la vez (Sal. 118.24). Él no es como el pobre de Ap. 3.17, quien, habiéndose sentido abastecido, llegó a tal autosuficiencia espiritual, que ya no buscaba constantemente y diariamente de Dios. Por tal razón, el texto que leímos (Isaías 66.2) vincula la humildad al pobre de espíritu; porque la dependencia espiritual de la que venimos hablando es la que puede identificarse como humildad espiritual.
El pobre y humilde de espíritu (o de corazón, como lo enseña Jesús en Mt. 11.29) es el que verdaderamente teme a Dios. El mismo Señor así lo declara con la frase “y que tiembla a mi palabra.” El temblor al que Dios se refiere es el mismo que sintió el Salmista, al decir: “mi carne se ha estremecido por temor de ti, y de tus juicios tengo miedo” (Sal. 119.120).
(Porción tomada del eLibro: Dios Cumplirá Tu Deseo.)
¿Cuándo Comienza La Vida Eterna? — Parte 3
La Vida Eterna Comienza Aquí, En La Tierra… ¡y con el cuerpo que actualmente tenemos!
9. Conocer a Dios involucra dos etapas en la vida:
a. conocerlo en el presente: tener un encuentro personal con Él, el día de nuestra conversión e iniciar una intimidad espiritual con Él a través de nuestra entrega a Él durante nuestro peregrinaje en la tierra. En esta etapa se descubre Su naturaleza y Su carácter; sus atributos: Su bondad, Su misericordia, Su amor, Su santidad, Su justicia, etc., etc.
b. conocerlo —o continuar conociéndolo— en la eternidad: ¿Qué implica esto? El hecho de que de que se necesita la eternidad para conocer a Dios también implica dos cosas:
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Que la relación íntima que tenemos con Él en el presente, continuará en el futuro, después de la muerte (en el paraíso), y en la eternidad (después de la resurrección) —para siempre.
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Que (y esto ya se mencionó en el punto 5), si adoramos y servimos a un Dios que es Eterno, necesitamos la eternidad para conocerlo plenamente.
10. Ahora bien, conocer a Dios es algo que nos viene o nos sucede por revelación divina; esto es, Dios es quien toma la iniciativa, Él es quién se da a conocer; y esto, a través de Jesucristo.
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“Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11.27).
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“Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Lucas 10.22).
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“A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1.18).
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“Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero (…)” (1 Juan 5.20).
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“Ciertamente, en otro tiempo, no conociendo a Dios, (…) mas ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios, (…)” (Gálatas 4.8-9).
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“Y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos” (Hebreos 8.11).
11. Sin esta revelación, nadie puede conocer a Dios ni establecer una relación íntima con Él.
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“En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció” (Juan 1.10).
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“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él” (1 Juan 3.1).
12. Luego que hemos recibido esta revelación de Dios, nos toca a nosotros aceptar el regalo de la vida eterna que Dios nos ofrece —a través de la fe, y entrar en una relación espiritual íntima con Dios.
Esta revelación nos muestra Quién es Dios y cómo es Él (Eterno, Omnipotente, Omnisciente, Infinito, bondadoso, misericordioso, amoroso, Santo, Justo, etc., etc.). Pero una relación espiritual íntima con Dios va más allá de meramente descubrir y saber Quién y cómo es Dios, y consiste, además, en adorarle, buscarle, obedecerle y someterse a Su Voluntad (véase el punto No. 9). Y esta clase de relación se cultiva a través de la adoración, oración, comunión, búsqueda, estudio de la Biblia, entrega y obediencia a Dios, como está escrito en Su Palabra, la Biblia, las Santas Escrituras. De esta manera es que podemos conocer a Dios íntimamente, y es lo que la Escritura llama comunión íntima.
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“La comunión íntima de Jehová es con los que le temen¹, y a ellos hará conocer su pacto²” (Salmo 25.14).
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“Porque Jehová abomina al perverso; mas su comunión íntima es con los justos³” (Proverbios 3.32).
¹Temer es un término bíblico que se usa para describir la acción de apartarse del mal y obedecer a Dios:
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“El temor de Jehová es aborrecer el mal; la soberbia y la arrogancia, el mal camino, y la boca perversa, aborrezco” (Proverbios 8.13).
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“Hijo mío, si recibieres mis palabras, y mis mandamientos guardares dentro de ti, entonces entenderás el temor de Jehová” (Proverbios 2.1, 5a).
²Pacto es equivalente a Su Palabra, a lo que Dios dice y le quiere comunicar a Sus hijos, con quienes, según el Salmo 25.14, Él tiene Su comunión íntima. Los siguientes versículos demuestran este principio, pero con palabras como: conocerá si la doctrina es de Dios, encubriré yo, y todas las cosas (…) os las he dado a conocer:
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“El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7.17).
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“Y Jehová dijo: ¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer (…)?” (Génesis 18.17).
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“Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Juan 15.15).
Interesantemente, Jesús considera Sus amigos, y los llama como tal, a quienes obedecen Sus mandamientos: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Juan 15.14).
³Justo es lo opuesto a injusto. Y es el equivalente a bueno, pero al bueno que sigue y obedece a Dios, y no al meramente y moralmente bueno. En la Biblia, el término justo, siempre está ligado al que teme a Dios.
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“Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo” (1 Juan 3.7).
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“Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él” (1 Juan 2.29).
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1 Timoteo 1. 9-10 describe quien NO ES el justo: “conociendo esto, que la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y pecadores, para los irreverentes y profanos, para los parricidas y matricidas, para los homicidas, para los fornicarios, para los sodomitas, para los secuestradores, para los mentirosos y perjuros, y para cuanto se oponga a la sana doctrina.”
El justo es, pues, el que hace justicia (1 Juan 3.7), pero de acuerdo a lo establecido por Dios, es decir, según la sana doctrina (1 Timoteo 1. 10), pues, ha nacido de Él (1 Juan 2.29).
(He escrito y publicado otros artículos más extensos en una sola pieza en este blog, pero como algunas personas me han dicho que algunas de mis entradas son muy largas, he decidido dividirlas y publicarlas en varias partes para hacer más fácil y más amena su lectura.)
¿Cuándo Comienza La Vida Eterna? — Parte 2
La Vida Eterna Comienza Aquí, En La Tierra… ¡y con el cuerpo que actualmente tenemos!
4. ¿Sabes en qué consiste la vida eterna?
La vida Eterna no consiste solamente en NO MORIR; esto es inmortalidad, y forma parte de lo que Cristo logró para nosotros con su muerte: «(…) nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio (…)» (2 Timoteo 1.10).
La vida eterna consiste en conocer a Dios el Padre y a Jesucristo Su Hijo. Jesús lo dijo así: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Juan 17.3).
5. ¿Y sabes por qué la vida eterna consiste en conocer a Dios el Padre y a Jesucristo Su Hijo?
a. Porque Dios es la vida eterna: «Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5.20). [Véase el punto No.1.]
b. Si Dios es la vida eterna, entonces en Él está la vida eterna. De manera que quien conoce y tiene a Dios como su Salvador, tiene la vida eterna. Se necesita a Dios para tener vida eterna. «este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5.11-12). [Véase el punto No. 2.]
c. Si adoramos y servimos a un Dios que es Eterno, necesitamos la eternidad para conocerlo plenamente. Dicho esto en otros términos equivalentes, Si Dios es eterno, se necesita (de) la eternidad para conocerlo. Se necesita a Dios para tener la vida eterna y se necesita la vida eterna para conocer a Dios.
6. ¿Y sabes qué significa conocer a Dios?
En el lenguaje bíblico, conocer —entre las distintas aplicaciones que tiene— es una palabra que también se usa para referirse a la intimidad que se tiene con alguien dentro de una relación. Por ejemplo, dentro del matrimonio se usaba para referirse a la intimidad sexual que existía entre una pareja.
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“Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín (…)” (Génesis 4.1).
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“Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc” (Génesis 4.17).
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“Y conoció de nuevo Adán a su mujer, la cual dio a luz un hijo, y llamó su nombre Set” (Génesis 4.25).
7. Cuando la palabra conocer es usada en relación a Dios, significa tener una relación espiritual íntima con Él y con Su Hijo.
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“el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Juan 14.17).
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“Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2.19). La frase “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” indica la clase de relación íntima que debemos tener con Dios; una vida de santidad, de separación para Él.
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“Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios” (1 Juan 4.7). El amor que tenemos por los demás indica si en verdad tenemos una relación íntima con Dios, pues, el que ama a Dios, tiene que también amar a los demás, porque: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Juan 4.20). Además: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13.35).
La mejor definición para entender el significado que la palabra conocer tiene, en términos de la intimidad espiritual que debe existir entre un individuo y Dios, se encuentra en las palabras que nuestro Señor Jesucristo dijo en los siguientes pasajes bíblicos.
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“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7. 21-23).
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“Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán. Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois.Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste. Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad. Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos” (Lucas 13. 24-28).
En estos versos podemos apreciar cómo no todos los que dicen conocer a Dios realmente lo conocen. Con palabras como «apartaos de mí hacedores de maldad», es fácil notar que la relación que estas personas tenían con el Señor no era genuina, pese a las cosas que ellas alegaban hacer (hablar en lenguas, hacer milagros, etc.). Pues, la respuesta que Él les da: «Nunca os conocí» y «No sé de dónde sois», muestra claramente que no existía tal clase de relación entre ellos y Dios.
Con la frase “sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”, nuestro Señor Jesucristo define en qué consiste la relación íntima que Dios quiere que tengamos con Él; una relación en la que Sus hijos conocen lo que su Padre quiere y lo que a Él le agrada que hagamos. Esta era la clase de relación que Jesús tenía con el Padre.
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“así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre (…)” (Juan 10.15).
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“Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8.29).
Y esta es la clase de relación que Jesús identificó como la que realmente determina si en verdad conocemos a Dios y tenemos intimidad con Él.
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“Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la hacen” (Lucas 8.21b).
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“Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre” (Mateo 12.50).
Bien sabemos que un hermano, una hermana y una madre son personas con quienes nuestra relación es de carácter íntimo. Es por eso que nuestro Señor, a través de estas palabras, simplemente nos está indicando que quienes pretendemos, pretendamos —o queramos— tener una relación íntima con Dios, tenemos que hacer Su voluntad; y que una íntima relación con Dios es hacer (y se consigue) haciendo la voluntad de Dios.
Pero para hacer la voluntad de Dios, primeramente hay que conocerla.
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“Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” (Efesios 5.17).
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“(…) para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12.2b).
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“(…) que seáis llenos del conocimiento de su voluntad (…)” (Colosenses 1.9).
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“dándonos a conocer el misterio de su voluntad” (Efesios 1.9a).
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“(…) El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad” (Hechos 22.14).
Conocer la voluntad de Dios es el primer paso que nos llevará a tener una relación íntima con Él, pero hacer Su voluntad es lo que realmente nos une a Él en esta clase de relación, y es lo que determina si realmente Le conocemos. Esto último es lo que Jesús claramente dio a entender con las frases: sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos; y entonces les declararé: Nunca os conocí; No sé de dónde sois. Nótese cómo en estas frases, el verbo conocer está relacionado a hacer la voluntad de Dios.
8. ¿En qué consiste tener una relación espiritual íntima con Dios?
Consiste en dos cosas, a saber:
a. en descubrir y saber Quién y cómo es Dios (Su naturaleza: Eterno, Omnipotente, Omnisciente, Infinito, etc., etc. Su carácter: bondadoso, misericordioso, amoroso, Santo, Justo, etc., etc.)
b. en adorarle, buscarle, obedecerle y someterse a Su Voluntad. (Véase el punto No.13; en la próxima publicación.)
(He escrito y publicado otros artículos más extensos en una sola pieza en este blog, pero como algunas personas me han dicho que algunas de mis entradas son muy largas, he decidido dividirlas y publicarlas en varias partes para hacer más fácil y más amena su lectura.)
¿Cuándo Comienza La Vida Eterna? — Parte 1
La Vida Eterna Comienza Aquí, En La Tierra… ¡y con el cuerpo que actualmente tenemos!
La vida eterna NO COMIENZA después que uno muere. Lo que comienza después de la muerte es la eternidad —con Dios, si nos rendimos a Él mientras estábamos en vida; o en el infierno, si rechazamos adorarle y servirle.
Interesantemente, la vida eterna COMIENZA desde el mismo momento que uno cree en Jesús y Lo acepta como Salvador. Jesús dijo:
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«De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna» (Juan 6.47). Nótese que Él NO DIJO tendrá vida eterna, sino «tiene» vida eterna —tiempo presente.
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“El que cree en el Hijo tiene vida eterna (…)” (Juan 3.36).
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“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5.24).
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“Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios” (1 Juan 5.13).
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“y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10.28).
1. ¿Y sabes por qué la vida eterna comienza en el mismo momento en el que uno cree en Jesús?
Porque Jesús es la vida eterna.
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“(porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó)” (1 Juan 1.2).
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“Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5.20).
2. Jesús es la vida eterna, y por lo tanto, recibirlo a Él es recibir la vida eterna, pues en Él está la vida eterna.
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“Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5.11).
De manera que, tener a Jesús es tener la vida eterna en el presente.
3. ¿Cómo o cuándo comienza la vida eterna?
Ya se dijo que la vida eterna comienza en el preciso momento en el que creímos en Jesús y lo recibimos como Salvador. Ahora bien, el proceso es el siguiente:
a. La vida eterna comienza con la resurrección de nuestro espíritu, que estaba muerto: «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados» (Efesios 2.1).
b. Esta resurrección ocurre o toma parte durante el nuevo nacimiento: “Os es necesario nacer de nuevo. (…) el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. (…) el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3.7, 3, 5).
El agua es símbolo de la Palabra de Dios: “para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5.26) y del Espíritu Santo: “(…) de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él (…)” (Juan 7. 38-39). En este verso los dos se mencionan para describir el papel que ambos desempeñan en el nuevo nacimiento.
El nuevo nacimiento es obra del Espíritu Santo, Quien usa el agua —la Palabra de Dios, que fue implantada en nosotros a través del mensaje que escuchamos, que nos fue predicado: “(…) la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas” (Santiago 1.21) —y Él, conjuntamente con la Palabra, nos hizo nacer de nuevo:
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“El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad (…)” (Santiago 1.18).
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“siendo renacidos, (…) por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1Pedro 1.23).
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“nos salvó, (…) por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3.5).
c. En este proceso, Dios nos imparte la vida de Cristo:
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«este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5.11-12).
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«aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo« (Efesios 2.5).
Si la vida que Dios nos impartió es la vida de Cristo (“Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo”), entonces es vida eterna, pues Jesús es la vida eterna.
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“(…) y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1Juan 5.20).
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y “El que tiene al Hijo, tiene la vida.” (vrs. 12a).
(He escrito y publicado otros artículos más extensos en una sola pieza en este blog, pero como algunas personas me han dicho que algunas de mis entradas son muy largas, he decidido dividirlas y publicarlas en varias partes para hacer más fácil y más amena su lectura.)
Dios Cumplirá Tu Deseo
El Deseo
Todos tenemos deseos. El deseo está orientado según el carácter y personalidad de cada quien; esto en sentido general. El seno familiar, así como la cultura en donde nace, crece y se desarrolla cada individuo, también ejercen cierta influencia en los intereses que cada persona tiene y siente, y por los que labora e invierte recursos. Precisamente, éste será otro término para referirse a deseos: intereses. Podemos, igualmente, emplear la palabra anhelo, como sinónimo de deseos.
El anhelo o deseo de cada quien varía —aparte de lo que ya se dijo— de acuerdo al grado o nivel espiritual, así como del conocimiento bíblico que se tiene. Dicho esto en otros términos equivalentes, la persona que es madura espiritualmente y que ha aprendido a conocer la voluntad de Dios para su vida según está en las Escrituras, sabe canalizar sus deseos, y los orienta de acuerdo a Esa voluntad. Sea que se trate de deseos nobles y honestos —como debe ser— reconoce que no siempre será voluntad de Dios concederlos. Él es Soberano, y, al final, es Quien decide lo que nos da, y si conviene o no.
De todas maneras, la madurez espiritual nos ayuda a esperar en Dios, si quizás, en Su misericordia, nos concede los deseos de nuestros corazones, los anhelos de nuestras almas. De aquí que, es importante conocer lo que la Biblia enseña al respecto.
En este libro (eBook/eLibro) tenemos, por lo menos, cuatro puntos que nos pueden orientar en orden de obrar correctamente delante de Dios, y así lograr conmover Su corazón, e inclinarlo a que conceda nuestros deseos. Es importante aprenderlos, pero más importante aún es internalizarlos y practicarlos con la finalidad —y con la esperanza— de ver nuestros deseos cumplidos, realizados.
No importa cuál sea tu deseo, si de carácter material, moral o espiritual —conseguir una esposa/esposo, terminar una carrera, avanzar en el ministerio, obtener una casa, adquirir bienestar financiero o bienestar familiar— Dios tiene pautas establecidas que se deben observar para recibir de Él la respuesta, o para poder acelerarla. De todos modos, y por causa de nuestra ignorancia de la Palabra de Dios, Él, en Su misericordia y en Su amor, pese al conocimiento limitado que tenemos de Su voluntad (limitación que a veces es voluntaria), nos concede lo que anhelamos recibir de Él; pero ésta no es la regla.
Hay cosas en la Biblia que son más difíciles de aprender que otras. Cosas que tal vez nos tomarían más tiempo tanto el saberlas como el practicarlas. Dentro del conocimiento aprendido, Dios toma en cuenta la intención del corazón y la honestidad que hay en el esfuerzo por realizar lo que Él quiere que hagamos, para así contarlo como válido delante de Él.
De todos modos, la ignorancia no es una manera de justificar lo malo que uno hace. La Biblia dice que tenemos que andar en el Espíritu y no satisfacer los deseos de la carne. Seguramente que si andamos en el Espíritu, y somos dirigidos por Él, nuestros deseos no estarán orientados hacia intereses meramente personales (intereses que nos pueden convertir en personas insensibles para con los demás, avaros, egoístas, sensuales, carnales, etc.), sino que tendremos como meta honrar a Dios, crecer en Él, expandir Su reino, ayudar al prójimo, etc. Siempre tendrán la inclinación de identificarse con el bien; emanarán de un corazón benigno, bondadoso, amoroso, y su finalidad será honrar al Rey.
Sí es cierto que algunos de nuestros deseos son para meramente vivir bien en esta tierra y subsistir, y no es malo sentirlos, como tampoco conseguirlos. Pero, todo lo que sentimos y queremos debe ser priorizado de acuerdo a la necesidad que se tiene y a la voluntad de Dios para nuestras vidas. Tenemos que evaluar qué es lo más importante —tanto para uno como para Dios— y de ahí mantener vivo el deseo o descartarlo.
¡Qué hermoso es ver nuestros deseos cumplidos! Como dice Proverbios 13.12, 19a: «La esperanza que se demora es tormento del corazón; pero árbol de vida es el deseo cumplido. El deseo cumplido regocija el alma.» Exclamemos como el Salmista: «Señor, delante de ti están todos mis deseos, y mi suspiro no te es oculto» (38.9). Y él mismo nos responderá: «Te dé conforme al deseo de tu corazón, conceda Jehová todas tus peticiones» (20.4a-5b). Y entonces celebraremos como David, por todo lo que Dios habrá hecho por nosotros, diciendo: «Le has concedido el deseo de su corazón, y no le negaste la petición de sus labios» (21.2).
La Palabra de Dios… ¿¡Con Qué Se Puede Comparar!?
“Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón (…)” (Jer. 15.16; Versión Reina-Valera 1960).
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Para el cristiano las Sagradas Escrituras son su sangre espiritual. Jesús dijo: «Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida» (Jn. 6. 63). La Biblia, nombre con el cual éstas son conocidas popularmente, es el único Escrito capaz de transformar radicalmente la vida y la mente de cualquier persona.
La filosofía humana, por más hermosa que parezca, no puede surtir semejante efecto. Aun los filósofos que dictaron sus adagios todavía famosos, no vivieron al mismo nivel de sus máximas. La moralidad fue tema exclusivo de la filosofía de Sócrates, pese a que practicaba la fornicación. El gran discípulo de Sócrates, Platón, enaltecido como un ejemplar perfecto de virtud, enseñó que era honroso mentir. Un modelo tan brillante de la excelencia pagana, Seneca, recomendó el suicidio, algo que él mismo finalmente efectuó.
Por otro lado, hombres como Samuel, Daniel, Pablo, Juan, entre otros, no sólo fueron portadores de las enseñanzas poderosas y transformadoras de la Palabra de Dios, pero también experimentaron susodicha transformación. Sus vidas fueron ejemplares, libros abiertos en los que se podían ver y apreciar el efecto que tiene la Palabra de Dios.
El efecto transformador que tiene las Sagradas Escrituras no estuvo limitado solamente a una época o para un grupo de personas exclusivamente. Dicho efecto aún está vigente. La Palabra de Dios todavía cambia vidas, y trabaja de la misma manera, nos cambia y nos transforma para llegar a ser todo lo que Dios quiere que seamos, y para lograr conseguir todo lo que Él quiere que consigamos. El Dios que nos la dio es el mismo ayer, hoy, y por los siglos (He 13.8), y también lo es Su Palabra, que permanece para siempre (Is. 40.8; 1P. 1.23, 25).
Si aún no has experimentado este efecto transformador, te invito a que, mientras lees este artículo, abras tu mente y tu corazón al mensaje que aquí expongo acerca de la Palabra de Dios, y a que permitas que Su poder, y el de Su Palabra, transformen para siempre tu vida.
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Los Escritores de la Biblia —como también muchos de los personajes acerca de los cuales ellos mismos escribieron— emplearon (siendo inspirados y dirigidos por el Espíritu Santo), en el momento de escribir y/o transmitir su mensaje, lo que la hermenéutica reconoce como Figuras Retóricas.
Este lenguaje figurado, como también se le conoce, consiste en usar palabras con un sentido distinto del propio, con el fin de enseñar algún principio de carácter espiritual, ético o moral que se debe aprender y que se tiene que aplicar en la vida, y en el diario vivir.
Una de esas figuras es la metáfora, en la que se busca y se utiliza alguna semejanza que exista entre dos objetos o hechos, para caracterizar el uno con lo que es propio del otro.
Por ejemplo, Cristo dijo que Él es la vid verdadera. La vid comunica vida a los pámpanos para que lleven uvas. Cristo comunica vida y fuerza a los creyentes para que lleven frutos del cristianismo. Cristo, además dijo ser la puerta, el camino, el pan vivo. De los creyentes dijo que son la luz, la sal. Y estos son sólo algunos ejemplos de lo que es una metáfora.
Con este conocimiento en mente, podemos ahora proceder a descubrir e investigar lo que es la Palabra de Dios, y con lo que los escritores de la Biblia la comparan.
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La Palabra de Dios es como el agua, que limpia
“¿Con qué limpiará el joven su camino?
Con guardar tu palabra.”
“Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré.”
“(…) Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella,
para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra.”
(Sal. 119.9; Ez. 36.25; Ef. 5.26),
y quita la sed
“A todos los sedientos: Venid a las aguas (…).”
“He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré (…), no (…) sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová.”
(Is. 55.1; Amós 8.11).
El Espíritu Santo y la Palabra de Dios son los responsables de efectuar el nuevo nacimiento en el alma perdida (Jn. 3.5; Tit. 3.3-7; Stg. 1.18; 1P. 1.23; Ef. 4.25-27). El Espíritu Santo aplica el poder regenerador de la Palabra (2 Ts. 2.13), e imparte vida al alma muerta en delitos y pecados (Ef. 2.1, 5). Ambos, el Espíritu Santo y la Palabra de Dios, son comparados con agua (Juan 3.5; 7.38 -39).
Así como el agua limpia lo sucio, la Palabra de Dios limpia la conciencia, el alma y el espíritu (Sal. 119.9; Jn. 15.3; 17.17; Ef. 5.26) de aquellos que le entregan sus vidas al Autor del Sagrado Libro y reciben Su Palabra (1Ts. 2.13).
El pecado ensucia lo mismo el interior como el exterior del individuo que lo practica y es su esclavo. Contamina tanto su cuerpo como su espíritu (2 Co. 7.1).
La Biblia menciona tres elementos que actúan como detergentes espirituales para limpiar, quitar y borrar la mancha del pecado y anular su efecto:
1) la sangre de Cristo (1Jn. 1.7; Ap. 1.5; 7.14)
2) el Espíritu Santo (1Co. 6. 11)
3) la Palabra de Dios (Jn. 15.3; 17.17)
Los tres trabajan conjuntamente, pero, también, cada uno se especializa en un área distinta en relación a combatir el pecado.
1) La sangre de Cristo obra radicalmente el día que el Espíritu Santo, conjuntamente con la Palabra de Dios, efectúa el nuevo nacimiento (Jn. 3.5). Y lo que hace es que rompe (pudre) el yugo (1Jn. 3.5, 8) que ata al hombre como esclavo del pecado (Ro. 6.16; 2P. 2.19). Lo liberta de su poder (Ro. 6.6, 12-14, 18, 20, 22) y lo limpia de su culpabilidad (He. 9.14; Ro. 3.22-26; Hch. 13.38-39; Ro. 8.33-34; 5.8-9; 3.24; 5.1; 4.6-8, 24-25), haciéndolo libre de su esclavitud así como de su contaminación.
2) El Espíritu Santo surte el nuevo nacimiento aplicando el poder resucitador de la Palabra de Dios (Stg. 1.18) y el poder libertador y purificador de la sangre de Cristo (1Co. 6.11), y nos limpia con Su presencia (Tito 3.3-6), morando en nosotros. El Espíritu Santo mora en vasos limpios. Él nos santifica y nos redarguye de pecado para evitar que nuestras conciencias se cautericen, y para señalarnos lo malo que hemos hecho, y llevarnos delante de Dios arrepentidos.
3) La Palabra de Dios nos resucita, y nos limpia radicalmente del pecado. Pero, como estamos en un cuerpo que aún no ha sido redimido o transformado (Ro. 8.23), y estamos expuestos a nuestra propia concupiscencia (Stg. 1.13-15), a veces pecamos (1Jn. 1.8-10; Stg. 3.2), y nos ensuciamos parcialmente (Jn. 13.10).
La Palabra de Dios es semejante al agua que Jesús uso para lavar los pies de los discípulos; nos lava de aquellos errores, faltas, caídas —pecados con los que regularmente ofendemos a Dios y a nuestros semejantes. Cada vez que abrimos las páginas del Sagrado Libro encontramos esas amonestaciones que nos redarguyen y nos ordenan a corregir nuestra conducta, nuestras actitudes hacia Dios y hacia los demás. Y la Palabra, una vez leída y aceptada, trabaja como el agua, lava la suciedad del alma y de la conciencia. ¡Qué hermoso es tener un Libro que surte semejante efecto!
La Palabra de Dios es también como un refrigerio, refresca el alma cansada y sedienta (Amós 8.11).
Así se encontraba la mujer samaritana, cansada de buscar amor, adulterando una y otra vez, sin encontrar el cariño que calmara su sed de ser amada. Hasta que se encontró con Jesús, quien le ofreció de Su agua (Jn. 4.10), de aquella que salta para vida eterna (vrss. 13-14). Las palabras que el Señor le habló fue el refrigerio que satisfizo su sed de amor.
¿¡Quién no se ha sentido así, y ha abierto la Biblia para encontrar Palabra que ha traído consuelo, fortaleza, gozo, paz, amor!? Su Palabra ha sido aguas en el desierto, y torrentes en la soledad (Is. 35.6b; 41.18; 43.19b).
Esta agua es gratuita (Is. 55.1-3; Ap. 21.6; 22.17). Solo hay que venir a Jesús, creer en Él y entregarle nuestras vidas; y Él nos dará de esa agua, que es la Palabra de Dios.
De una misma fuente fluyen dos corrientes. Las palabras del Señor fueron como agua para la samaritana (Jn. 4.7-40). Pero en esa palabra hablada por Jesús, también hubo una oferta para esta mujer y para todos los que están sedientos: el don de Dios (v. 10). ¿Cuál es el don de Dios? Jesús mismo lo explica en Juan 7. 37-39. Es el Espíritu Santo, la promesa del Padre (Hch. 1. 4-5; 2.33; Lc. 24.49; Jn. 14.16), que recibirían los que creyesen en Él (Ef. 1.13).
Al comienzo de este artículo dije que en la Escritura el agua se usaba como símbolo para ambos: la Palabra de Dios y el Espíritu Santo. Ambos regeneran (Tit. 3.5), causan el nuevo nacimiento (Jn. 3.5), y calman la sed (Amós 8.11; Jn 7.37-39). La mujer samaritana recibió la primera porción de agua: la palabra hablada de Jesús. Después, en el día de Pentecostés, recibiría la segunda porción: el Espíritu Santo (Hch. 2. 1-4); “pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Jn. 7.39b).
A nosotros se nos ofrece la fuente (Cristo) con las dos corrientes fluyendo: la Palabra de Dios y el Espíritu Santo. Solamente tenemos que aceptar la invitación del Señor: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Jn. 7.37b), y decirle como la mujer samaritana: “Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed (…)” (v.15).
(Este es un de mi mini-libro digital (eBook) La Palabra de Dios… ¿¡Con Qué Se Puede Comparar!?)
El Poder Espiritual Del Sexo