Reflexión Bíblica.
I. La humildad es la actitud que Dios más honra; y es la que lo conmueve: “pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu”, y lo mueve a obrar a favor del justo: «Porque Jehová es excelso, y atiende al humilde» (Is. 66.2b; Salmos 138.6a). Aun la obediencia está arraigada en la humildad, ya que ningún desobediente puede ser humilde, pues se requiere de humildad para cumplir con lo que Dios nos demanda. No obstante, debe admitirse que el humilde puede llegar a desobedecer, pero ocasionalmente, y no por costumbre. Como dice la Escritura: «Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque» (Ec. 7.20).
¿Qué es la humildad?
Los diferentes diccionarios la definen como:
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Condición de la persona que actúa sin orgullo, sin presumir de sus méritos y reconociendo sus defectos o sus errores. Reconocimiento de la propia limitación. —Farlex
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Virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento. Sumisión, rendimiento. —RAE
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Se aplica a la persona que tiene la capacidad de restar importancia a los propios logros y virtudes y de reconocer sus defectos y errores. —Wikipedia
Como puede verse, todas las definiciones coinciden en el hecho de que la persona que es humilde sabe o ha aprendido a reconocer sus defectos, errores, debilidades y limitaciones; tampoco presume en sus logros ni en sus virtudes. El significado bíblico de humildad es el mismo del de los diccionarios, pero con la adición de la entrega y sumisión total a Dios —a Su voluntad y a todo lo establecido por Él.
La humildad se aprende; Jesús dijo: «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt. 11.29). Humanamente no podemos ser humildes al grado que Dios nos lo exige, como tampoco podemos ser humildes de la noche a la mañana, pues, la humildad es fruto del Espíritu (véase Ef. 4.2 y Col. 3.12), y como tal, es a la medida que nos rindamos a Él en la que Dios producirá Su fruto en nosotros. Rendirse al dominio de Dios en nuestras vidas es el equivalente a andar en el Espíritu. Andar en el Espíritu, además de ser un mandamiento, es una decisión que deberemos tomar. Podemos elegir caminar a nuestro «antojo» (hacer lo que nos dé la gana, satisfacer los deseos de la carne: andar en la carne) o podemos decidir agradar a Dios, lo cual también equivale a andar en el Espíritu.
Tenemos la libertad para elegir cómo queremos andar; y la decisión que tomemos —sea cual sea— vendrá acompañada de sus respectivas consecuencias (malas o buenas), que podrían repercutir para el resto de nuestras vidas —y en la eternidad.
Si queremos tener a Dios de nuestro lado, tendremos que aprender a ser humildes: «Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el (…) humilde de espíritu (…)» (Isaías 57.15).
La humildad es indispensable para servir a Dios (Hch. 20.19a), para poder estimar a los demás y aprender a apreciar sus virtudes (Fil. 2.3), y para aprender a sujetarse y a estar sumisos a nuestros superiores y a nuestros semejantes (1P. 5.5).
II. Otra virtud que está fuertemente ligada a la humildad es el temor de Dios. Esto lo menciona Isaías cuando, después de haber dicho que Dios mira al humilde, añade: «y que tiembla a mi palabra» (Is. 66.2b). El temor de Dios consiste en aborrecer todo aquello que no le agrada a Dios, obviamente: el pecado. Por ende (y lógicamente) comprende el respeto y la reverencia que tengamos a Él y a Su Palabra —a todo lo que Dios es, y a lo que Él dice y hace. Es un elemento clave en el proceso de nuestra santificación: «Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Co. 7.1).
Debemos evitar confundir el temor de Dios con el temor a Dios (o tener miedo de Él o tener miedo a Él). Como ya se ha discutido, el temor de Dios estriba en aborrecer todo aquello que le desagrada a Dios, mientras que el temor a Dios radica en evitar pecar por miedo al castigo que la práctica del pecado conlleva en sí misma.
Debemos tener en cuenta que a veces las Escrituras usa la expresión «temed a Jehová» (véase Jos. 24.14; 1S. 12.24; Sal. 34.9; 1P. 2.17) para también referirse al temor de Dios, pero no en el sentido de tenerle miedo. El cristiano debe también temer a Dios, pero solo en el sentido de saber que Él es capaz de hacer todo lo que Él dice que puede hacer, y no en relación a ser castigado. En cuanto a lo primero Jesús dijo: «Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed» (Lc. 12.5; véase también Mt. 10.28). Y en relación a lo segundo podemos decir que el cristiano le sirve a Dios basado en el amor que tiene por Él y no por miedo para evitar que Dios lo castigue. Esto es lo que dice 1 Juan 4.18: «En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor».
En palabras más simples, cuando hemos aprendido a amar a Dios (esto es lo que el perfecto amor significa: un amor que ha crecido y ha madurado) tenemos la confianza de que, en el día del juicio (o el día de dar cuentas a Él), no seremos castigados, pues, en el verdadero amor (amor que Le hemos profesado; amor de hechos y no de palabras) no existe el temor, ya que el temor (servir a Dios por miedo) lleva en sí castigo, pues, como dice Apocalipsis 21.8: «los cobardes (…) tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda».
De esta confianza nos habla Juan: «En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio; pues como él es, así somos nosotros en este mundo» (1Jn. 4.17). Esta confianza se basa en el cumplimiento de Sus mandamientos. Por eso el verso dice «pues como él es, así somos nosotros en este mundo». ¿Cómo es Cristo? La Biblia dice que el Señor, mientras estuvo en la tierra, «fue obediente hasta la muerte» (Fil. 2.8). Él hacía todo lo que agradaba al Padre, y Su obediencia era la garantía de que el Padre contestaría todas Sus oraciones: «(…) yo hago siempre lo que le agrada (…)»; «Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes (…)» (Jn. 8.29; 11.41-42).
Si en verdad amamos a Dios no tenemos miedo, pues, cuando amamos a Dios nos place guardar Sus mandamientos, y esto nos asegura reciprocidad de parte de Él, de que Dios también nos ama y se complace en nosotros. Por lo tanto, es imposible que Él quiera castigarnos. Es eso precisamente lo que Él quiere: que le amemos. Jesús dijo: «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él» (Jn. 14.21).
El amor no hace daño, de manera que, si Dios nos ama, es imposible que Él nos vaya a castigar. Esto es en relación al castigo en el día del juicio, ya que la Biblia también nos habla de otro castigo, de aquel que Dios puede aplicar a Sus hijos cuando quiere corregir algún acto o alguna conducta de desobediencia. La Escritura le llama disciplina: «Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (He. 12.6).
Temor es lo que sentimos cuando hemos hecho algo que sabemos que debe ser castigado. Pero en el amor que tenemos por Dios no existe amenaza de castigo; por ende, en el amor no hay temor. Perfeccionamos el amor cuando pasamos de palabras a hechos; es decir, cuando cumplimos los mandamientos de Dios: cuando obedecemos. Esto toma tiempo: es progresivo. Por eso la Biblia emplea la palabra «perfecto», que significa: completo o maduro. Por ende, no implica que nunca fallemos.
El temor de Dios es el secreto de la humildad, y la humildad es la base del temor de Dios.
III. La obediencia es el resultado —o producto— final de la humildad y del temor de Dios. La persona que ha aprendido a ser humilde y ha aprendido el temor de Dios, también habrá aprendido a obedecer. La obediencia no será una carga para quienes aman al Señor. Jesús dijo: «Llevad mi yugo sobre vosotros, (…) porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga» (Mt. 11. 29-30). A esto 1 de Juan 5.3 añade: «Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos».
Para Dios la obediencia tiene un valor más alto y más sublime que cualquier cosa que queramos hacer por Él o que podamos sacrificar a Él. Y su ausencia es el equivalente a la hechicería (adivinación) y a la idolatría: «Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación» (1S. 15.22b-23a). Es decir, cuando hemos hecho de la desobediencia una costumbre —o estilo de vida— no somos mejores que los hechiceros e idolatras, no obstante ser cristianos. Por supuesto que podemos fallar a Dios (todavía tenemos cuerpos pecaminosos y morrales), pero no por costumbre.
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noviembre 12, 2020
Posted by Pablo Collazo - Administrador |
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